Horacio Quiroga

Horacio QUIROGA: el peor de todos

“Quiroga: el peor escritor del mundo”
Adolfo Bioy Casares

Horacio Quiroga en Misiones.

En vida y aun en la muerte, Horacio Quiroga contó con un enemigo literario acérrimo: Jorge Luis Borges, quien no ahorró epítetos para descalificarlo en su tiempo y en la posteridad. Y bajo su influjo, Adolfo Bioy Casares no fue menos …. Hasta definirlo como “el peor escritor del mundo”, según consta en la entrada del 11 de julio de 1969 de su monumental Borges.

Ambos, como muchos otros autores de su época, acusaban a Quiroga de “escribir mal”, al referirse a su estilo e incluso a problemas técnicos en el desarrollo de sus historias. De hecho, el Consejo de Enseñanza Primaria de Uruguay rechazó sus ‘Cuentos de la selva’ por sus “faltas gramaticales”.

Y el poeta, ensayista y editor Guillermo de Torre —cuñado de Borges— supo decir que “escribía una prosa que a fuerza de concisión resultaba confusa; a fuerza de desaliño, torpe y viciada. En rigor, no sentía la materia idiomática, no tenía el menor escrúpulo de pureza verbal”. “Escrúpulos” y “pureza verbal” que se encontraban en el centro de todos o casi todos los cuestionamientos que le formulaban sus contemporáneos. También las nuevas generaciones de escritores porteños que, cuando Quiroga era un consagrado, recién hacían sus primeros palotes en materia literaria.

Y él sabía de esas críticas, según consta en una carta dirigida a César Tiempo: “Este Gálvez anotó una vez que yo no sabía escribir. Que las únicas cualidades de mi estilo eran concisión, energía y precisión. Ahí se las den todas a uno…”

Más allá de los problemas gramaticales, entonces, incluso más allá de la concisión y la precisión, los cuentos de Quiroga rebosan energía primigenia. El propio Borges, ya adulto, debió reconocerlo, al considerar que sus relatos “no impresionan mucho, pero en la memoria sí… Cuestan cierto esfuerzo para leer, pero uno los recuerda como algo fuerte”.

“Y bueno, es que sucede que he leído los cuentos de Quiroga y creo que eso justifica el no aceptarlo… Sin embargo, esos cuentos cuando uno los lee no impresionan mucho, pero en la memoria sí. Es decir que Quiroga escribió esos cuentos no para ser leído atentamente, sino para ser recordado después… Esos cuentos, bueno, cuestan cierto esfuerzo para leer, pero después uno los recuerda como algo fuerte, ¿no?”

En efecto, ¿quién no recuerda “El almohadón de plumas” o “La gallina degollada” sin sentirse un poco perturbado o de qué tratan “Las medias de los flamencos” o “Anaconda”? Sus historias, que pueden no impresionar en una primera lectura —según Borges—, quedan grabadas en la memoria como los clásicos que quizá no hayan sido leídos, pero resuenan colectivamente, con toda su vitalidad.

Si Joseph Conrad dijo que Guillermo Enrique Hudson “era una fuerza de la naturaleza” porque “escribía como crece la hierba”, podemos fácilmente parafrasearlo para hablar de Quiroga. Él también es de esa fuerza, al escribir con todo el poder de la naturaleza misma: caótica, brutal y sin concesiones estilísticas a la hora explorar su peligroso salvajismo para interpelar a la civilización.

Horacio Quiroga.

Borges, que lo conoció y compartió con él varios encuentros sociales, solía describirlo como descuidado y taciturno, a veces enajenado: su cuerpo podía estar en Buenos Aires, pero su alma y su mente permanecían en la selva misionera. Y si alguna vez se lo comparó con Kipling —a quien Quiroga tenía por maestro junto a Poe, Maupassant y Chejov—, llamándolo incluso el “Kipling de América”, Borges rugió espantado y fue impiadoso ante lo que consideraba una afrenta. Creía que no escribía bien… Tal vez aborreciendo ciertos énfasis de Quiroga, como cuando dice en un cuento de su personaje: “Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir…”

Es que la muerte como fatalidad, también fue un énfasis innecesario en la propia vida del uruguayo…

Horacio Quiroga: una biografía

Hijo del argentino Prudencio Quiroga y de la uruguaya Juana Petrona Forteza, Horacio Silvestre Quiroga nace el 31 de diciembre de 1878 en Salto (Uruguay), para convertirse en cuarto vástago de la pareja. Ya desde pequeño, su vida puede contarse como un folletín sangriento por el que un hipotético autor sería acusado de exagerar y hasta de sobreactuar sucesivas tragedias casi imposibles.

Cuando Horacio no tiene aún tres meses de edad, su padre muere en un accidente de caza al disparársele la escopeta. La madre vuelve a casarse, pero su padrastro, el también argentino Ascensio Barcos, no soporta la parálisis general que sufre y se suicida en septiembre de 1896, cuando el futuro escritor tiene 17 años.

Empieza a escribir para revistas de su Salto natal, mientras lee a Alejandro Dumas, Walter Scott, Dickens, Balzac, Zola, Maupassant, Heine, Bécquer, Victor Hugo y Poe, cuya obra comienza a serle decisiva. En 1899 funda y dirige la Revista del Salto, semanario de literatura y ciencias sociales que alcanzará 20 números. En el número 11 del 20 de noviembre de aquel año, declara su profunda admiración por Leopoldo Lugones: “Más que simbolista, es modernista. Más que modernista, es un genio… Como creador es un genio; como estilista es un coloso”, escribe.

Con el inicio del nuevo siglo cumple el sueño de todo intelectual rioplatense de entonces: en marzo de 1900 viaja a París; pero en lugar de enriquecedora, la experiencia es decepcionante. En la capital francesa sufre graves apuros económicos y retorna en julio de ese mismo año a Uruguay, donde publica su primer libro, testimonio de esa amarga vivencia: Diario de viaje a París. Dice en ese volumen publicado por editorial Páginas de Espuma de Montevideo: “Este viaje, el más estúpido de los que he hecho, estúpido, sí, estúpido… La estadía de París ha sido una sucesión de desastres inesperados”.

Editado por El Siglo Ilustrado, de Montevideo, en 1901 publica su primer libro de prosas y poemas: Los arrecifes de coral, de estilo decadente y simbólico. No obtiene buenas críticas de sus contemporáneos, pero la publicación de sus primeras ficciones causa gran alegría a Quiroga, iniciando así su carrera literaria. Alegría que, sin embargo, le dura muy poco: ese mismo año fallecen en el Chaco dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea.

Horacio Quiroga.

También en 1901 otro hecho sangriento lo hunde en la depresión: mata a uno de sus mejores amigos, Federico Ferrando, quien quería batirse a duelo con el periodista montevideano Germán Papini Zas. Preocupado por la seguridad de Ferrando, Horacio se ofrece a revisar y limpiar el revólver que usará en la disputa: se le escapa un disparo que impacta en la boca de su amigo, matándolo instantáneamente.

Demostrada la naturaleza accidental del trágico suceso y declarado inocente, Quiroga decide dejar su país para trasladarse a la ciudad que, en ese momento, es la capital sudamericana de la cultura: Buenos Aires. Tiene que cambiar de aire, explorar otros horizontes en busca de los estímulos que no encontró en París, donde solo halló hambre y desesperación.

Encuentra trabajo como profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires y en junio de 1903 acompaña a Lugones en una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación. Consumado fotógrafo, Quiroga documenta en imágenes las ruinas jesuíticas y, lo más importante, descubre la selva misionera con la que quedará fascinado para siempre.

En enero de 1904 viaja al Chaco argentino para encarar un proyecto comercial que, como todos los que inicia, terminará mal: quiere producir algodón. Su romanticismo e improvisación lo llevan al fracaso. Ese mismo año aparece su primer libro de cuentos, editado por el sello Emilio Spinelli de Buenos Aires: El crimen del otro, donde pone de manifiesto su admiración por Edgar Allan Poe.

El relato Los perseguidos, fruto de su primera experiencia en Misiones, es publicado por la editorial de los hermanos Moen, de Buenos Aires, en 1905. Año clave para Quiroga: “El almohadón de plumas” aparece en la popular revista porteña Caras y Caretas, que en lo sucesivo publicará otros de sus relatos, convirtiéndose así en un cuentista requerido y reconocido por miles de lectores.

Horacio Quiroga en Misiones.

Por esa época comienza a detestar al modernismo que lo tenía como uno de sus precursores y cambia de preferencias literarias por autores como Anatole France, Gorki, Turgueniev, Flaubert, Dostoyevski y, sobre todo, Kipling. Autores que alternará hasta el final de su vida con lecturas de manuales técnicos sobre mecánica, física, carpintería y artes manuales en general.

Aparece su primera novela, Historia de un amor turbio, publicada por Moen en 1908. Consigue un cargo como profesor de castellano y literatura en la Escuela Normal N° 8 de Buenos Aires y se enamora de una de sus alumnas, Ana María Cires, con quien se casa a finales de 1909.

Horacio Quiroga y Misiones

Compra 185 hectáreas de terreno en San Ignacio, cerca del río Yabebirí, renuncia a la docencia y se traslada allí con su joven esposa, donde nacerán su hija Eglé y su hijo Darío, siendo nombrado juez de paz y oficial del Registro Civil.

Más que a escribir, en Misiones pone todas sus energías en nuevos emprendimientos que también fracasan, como el cultivo de yerba mate y la producción de vino de naranjas, y con el inicio de la Primera Guerra Mundial se dedica a fabricar carbón.

Pero la tragedia vuelve a alcanzarlo: su carácter irritable y las dificultades causadas por vivir prácticamente aislados en la selva, así como los sucesivos fracasos comerciales y los problemas económicos que la familia afronta, provocan que la relación con su esposa se deteriore. Hundida en la desesperación, Ana María se suicida a finales de 1915 ingiriendo una sustancia empleada por Horacio en el revelado de fotografías; muere tras ocho días de terrible agonía.

Horacio Quiroga en Misiones.

Derrotado por la salvaje naturaleza que tanto ama y por el sino trágico que parece acompañarlo fatalmente, Quiroga retorna con sus pequeños hijos a Buenos Aires. Entre 1917 y 1920 es nombrado sucesivamente secretario del Consulado General de Uruguay en Buenos Aires, Cónsul de Distrito de Segunda Clase y adscrito al Consulado General.

Es en este periodo que publica sus libros más célebres: Cuentos de amor de locura y de muerte, en 1917, y Cuentos de la selva, en 1918, basados en las historias que cuenta a sus hijos mientras están en la selva; ambos editados por la Sociedad Cooperativa Editorial de Buenos Aires. Vuelca en ellos toda la frustrante, amarga y a la vez exultante experiencia ganada durante su estancia en Misiones, de donde la mente del escritor parece no querer salir, según hará notar Borges en años posteriores.

La colección El salvaje aparece en 1920, y recopila cuentos publicados en diferentes revistas y medios porteños, como Caras y Caretas, Fray Mocho y Mundo Argentino. Ese mismo año lanza Las sacrificadas, adaptación escénica del cuento “Una estación de amor” —que abre Cuentos de amor de locura y de muerte—, pero su representación teatral es una completa decepción para el autor.

No obstante, comienza lo que podría denominarse la época dorada de Quiroga: es buscado por los editores, bien pagado y hasta traducido a otras lenguas. Colabora con el diario La Nación y con La Novela Semanal; viaja a Brasil donde lo distingue la Academia de Letras de ese país, y se dedica a la crítica cinematográfica en el mencionado diario y en las revistas Atlántida y El Hogar.

En 1921 da a imprenta la colección de cuentos Anaconda, editada por la Agencia General de Librería y Publicaciones, de Buenos Aires. Y en el 24 aparece otra colección: El desierto, bajo el sello Babel. El mismo que edita Los desterrados en 1926, libro considerado por la crítica contemporánea como el mejor de Quiroga, según destacan Noé Jitrik y Rodríguez Monegal, entre otros. Son ocho cuentos con un denominador común: la muerte como omnipresencia… En realidad, un tema que —como se dijo— atraviesa toda la obra del escritor nacido en el Salto uruguayo.

Por esos años, además, regresa a la selva misionera, donde se dedica a la carpintería y construye “Gaviota”, embarcación con la que fue capaz de bajar por el río desde San Ignacio hasta Buenos Aires, entre otras expediciones fluviales.

Con el éxito, al mismo tiempo Quiroga empieza a notar la resistencia a su obra —y hasta a su persona— de las nuevas generaciones de escritores porteños, entre quienes se encuentra Borges. El 13 de julio de 1959, le dice Bioy, según su monumental diario: “Quiroga era muy chiquito, con algo de hombre elemental. En el 24, más o menos, lo conocí en casa del doctor Rébora… Quiroga se sentaba junto al fuego y no decía nada”.

“Sus cuentos, por malos que sean, contados son menos malos que leídos… Los poemas de Quiroga son pésimos. En uno, de un combate naval, hay un abordaje en que se pelea con floretes. Qué lejos de John Silver…”

En 1927 conoce a María Elena Bravo, una compañera de su hija Eglé: ella tiene 20 años, él 49. Se enamoran y no obstante la oposición de la familia de la joven, se casan y en abril de 1928 nace Pitoca. Vuelven todos a San Ignacio, con Horacio decidido a comenzar un nuevo emprendimiento comercial: criar y domesticar animales salvajes. Se inicia así otra época muy dura para Quiroga y su familia: vuelven los problemas matrimoniales y son todavía más acuciantes los económicos, por lo que retorna nuevamente a Buenos Aires.

En 1929, editada por Babel, aparece su segunda y última novela: Pasado amor, con temática ajena a la que lo ha hecho famoso, que pasa sin pena ni gloria por las librerías, vendiendo solo un puñado de ejemplares.

Dos años después publica el libro de cuentos Suelo natal, que tampoco logra la atención de quienes hasta no hace mucho le pedían más y más historias. El romance con los lectores ha terminado.

A partir de 1932 Quiroga se radica por última vez en Misiones, junto a la esposa y su tercera hija, en el que iba ser un retiro definitivo con la selva como escenario idílico. Consigue que le trasladen allí su cargo consular, pero el nuevo gobierno uruguayo lo deja cesante y sin sustento, lo que provoca una nueva crisis en su vida.

Si cree que en medio de la selva podrá vivir tranquilo con su mujer y su hija, su nuevo proyecto se desmorona y todo se transforma en una nueva pesadilla de la que no logra despertar. Encima, los problemas de salud complican aún más las cosas.

Gracias a varios amigos —que financian la edición—, en 1935 publica en Montevideo el último de sus libros: Más allá, cuentos que le valen un premio del Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay.

Su prostatitis se agudiza y al año siguiente debe ser tratado en Buenos Aires. Lo operan y se revela la verdadera naturaleza de la enfermedad: cáncer de próstata. Se lo ocultan, pero él lo descubre. Lo internan con la posibilidad de salir voluntariamente, cuando lo desee. El 18 de febrero de 1937 almuerza con su hija Eglé. Luego va a una farmacia. Vuelve al Hospital de Clínicas.

A la mañana del 19 de febrero lo encuentran sin vida en su cama hospitalaria, a causa de una sobredosis de cianuro. Incineran su cadáver y las cenizas son llevadas a Uruguay, a pesar de uno de sus últimos deseos: que fueran esparcidas en la selva misionera que amó y añoró hasta sus últimas horas, hasta el último suspiro.

Lugones, a la salida del velatorio de Quiroga, dijo: “Todavía me cuesta creerlo. Un hombre tan entero venir a eliminarse con cianuro. Como una sirvienta…” “No se vive en la selva impunemente…”, escribió Alfonsina Storni en un poema que le dedica antes de suicidarse ella también. En 1896, meses antes de cumplir 18 años, Horacio Quiroga había escrito:

“Para mí el suicidio sigue inmediatamente a la desgracia. El arruinado se mata cuando su casa quiebra. El enfermo se mata, cuando plenamente comprende que su mal no tiene cura y que entre sufrir y no sufrir es fácil la elección…”

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